En
Santiago había un registrador llamado Mariano que quería saber
nigromancia, y oyó decir que don Pueblo sabía. Entonces fue a
Toledo a verlo. Mariano rogole que le mostrase la ciencia. Don Pueblo
díjole que él era hombre que podría llegar a gran estado y que
estos, desde que lo suyo han resuelto, olvidan muy deprisa lo que
otro ha hecho por ellos. Y Mariano le prometió que de cualquier bien
que tuviese, que nunca haría sino lo que él mandase. Don Pueblo
llamó a una manceba y díjole que preparase perdices, mas que no las
pusiese a asar hasta que él lo mandase. Entonces le llegó un
mensaje a Mariano anunciándole que acababa de ser nombrado concejal.
Y de allí a unos tres días le anunciaban que sería diputado. Don
Pueblo lo llamó apremiándole para que ayudase a los trabajadores.
Mariano le pidió calma. Y de allí al cabo de unos años, era
nombrado ministro. Y cuando don Pueblo lo oyó, lo apremió para que
ayudase a los parados. Mariano le pidió calma. Unos años después,
Mariano se convertía en el nuevo presidente. Don Pueblo pidió
audiencia para pedirle que ayudase a los pobres. Mariano díjole que
si volvía a apremiarle lo mandaría a la cárcel, que era hereje y
mago. Entonces Don Pueblo dijo a Mariano que pues otra cosa no tenía
para comer, que se habría de tornar a las perdices, y llamó a la
mujer y díjole que las asase. Cuando esto dijo don Pueblo, se halló
Mariano en Toledo, registrador de la propiedad, con una infinita
vergüenza. Y Don Pueblo díjole que se fuese con buena ventura y
que, ya que había probado lo que había en él, ni siquiera se
merecía su parte de las perdices.
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