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Thursday, June 28, 2012

Un oliventino en Los Ángeles



           A lo mejor no soy yo la persona más apropiada para hablar de Carlos, porque nunca fui su amigo íntimo, pero lo hago porque he sentido profundamente lo que le ha pasado; desde el inicio de todo hasta su muerte. Lo he sentido como si le hubiese ocurrido a un familiar. Carlos era una de esas personas rebosantes de vida de las que uno siempre puede aprender; un eterno adolescente poseedor de un espectacular afán por aprovechar cada segundo de su existencia. Además, tenía el poder de ver el mundo desde un ángulo diferente; una perspectiva en la que cobraba cordura hasta la más disparatada de sus locuras.
Cuando alguien cercano fallece, siempre nos vienen a la mente determinados momentos junto a él. Esos momentos no los elige la conciencia de uno. Es nuestro cerebro el que decide arbitrariamente o, quizás, basándose en unos parámetros para nosotros desconocidos. Los tres momentos que en esta ocasión más me vienen a la mente son estos:

Hace unos quince años llevé a Carlos y a mí hermano a jugar a baloncesto a la universidad. Recogí a Carlos delante de su casa. Al montarse en el coche, como yo en aquella época tenía muchas ganas de aprender francés, le dije: Te llevo a jugar con la condición de que me hables todo el tiempo en francés. Aquel renacuajo, con sus apenas once o doce años, me dejó totalmente alucinado. Se pasó toda la ida y la vuelta del viaje hablando fluidamente en un francés genial.

Hace unos diez años, en unas fiestas de San Francisco, Carlos trabajó de camarero en el bar de debajo de mi casa. El domingo por la noche, cuando todo se hubo terminado, Canucha, el dueño del bar, cerró las puertas y premió a los camareros con disponer libremente de lo que había en el interior. Carlos se puso a beber de todo con bastante ansiedad. Después de un buen rato, salió del bar mareado. Se dirigió a mi casa. Como la puerta estaba abierta, entró, avanzó por el pasillo y se sentó en un sillón enfrente de la televisión. Me lo puedo imaginar allí, medio zombi, sin saber muy bien qué hacía. La mezcla se le revolvió tanto que comenzó a vomitar en el centro del salón. Después se recuperó, se levantó y se fue a su casa. Al día siguiente mi madre limpió aquel desaguisado creyendo que el responsable había sido uno de mis hermanos. Conocí esta historia porque, años después, Carlos se la contó a un amigo mío con el que compartió piso en Madrid, advirtiéndole de que no se le ocurriera decirme nada a mí.

Hace unos ocho años, viviendo en Madrid, un jueves por la noche decidí salir al centro a tomar algo con mi compañero de piso, un irlandés que conocía la ciudad mucho mejor que yo. Nos fuimos al barrio de Lavapiés. El ambiente era demasiado solitario y bohemio. Nos metimos, ya a cierta hora, en un oscuro bareto que desde fuera ni siquiera parecía serlo. Nada más entrar escuché unos gritos. Era Carlos, que estaba dentro con dos argentinos. Vino corriendo y se arrodillo a mis pies gritando: ¡Esto es increíble!, ¡esto es increíble!, ¡dos de San Francisco que se encuentran en Madrid!

Analizando un poco estas historias creo que surge una palabra en cada una. Tres sustantivos que podrían definir bien a Carlos: Inteligencia, locura y pasión. Así que, quizás, esa elección de momentos que ha hecho mi mente no sea tan arbitraria.


Hasta siempre, amigo.