Contador de cronopios

Free Hit Counter

Tuesday, June 04, 2019

Cómo me gustaría morirme, por Enrique Vila-Matas


    Fingirse borracho en compañía de John Huston, tal vez sea esto lo que más me ha divertido en la vida. Nunca olvidaré aquellas noches en Nueva Orleans. En una de ellas, le oí decir a Huston que él deseaba morirse como su tío Alec. Desde que oí su historia deseo yo también morirme como el tío Alec.
    Un día, cuando Alec estaba ya muy enfermo, sonó el timbre de la casa y su esposa fue a abrir. Volvió a subir las escaleras y le dijo a su marido que era una prima que había venido a verle.
    –Dile que me niego a verla –respondió Alec–. Es una pesada. No voy a desperdiciar con una pelma ni un minuto del tiempo que me queda.
    Al oír esto, su mujer se enfadó mucho y le dijo que su prima había hecho un largo camino para verle, y que él tenía que ser educado y dejarla entrar y verla. Pero Alec fue inflexible.
    –Dile que me he muerto –le sugirió.
    Su mujer se negó a ello.
    –Si eso fuera cierto –dijo ella– ya se lo habría dicho cuando llegó a la puerta.
    –Bueno, entonces –dijo Alec–, ¿por qué no le dices que me acabo de morir y que no te has enterado hasta haber vuelto?
    Su mujer tampoco quería saber nada de esto.
    –Ella querría entonces subir y verte –predijo.
    –Déjala subir –replicó Alec–. Me haré el muerto.
    –No puedes. No puedes contener la respiración durante todo ese tiempo.
    –Ponme a prueba –contestó Alec.
    Y eso exactamente fue lo que Alec hizo. Su prima entró y él permaneció completamente inmóvil, con los ojos medio cerrados y reteniendo la respiración, y así fue como, simulando que había muerto, Alec se murió.


Saturday, May 18, 2019

Karl Ove Knausgård




          Los dos leíamos mucho, cada uno por nuestro lado, y hablábamos de eso o lo tomábamos como punto de partida, porque también nuestras propias experiencias se entretejían en las conversaciones, que eran interminables, a veces nos quedábamos hasta altas horas de la noche y continuábamos al día siguiente por la tarde, no de un modo forzado o artificial, tanto él como yo estábamos hambrientos, los dos teníamos el deseo de aprender latiendo en el cuerpo, los dos sentíamos el placer del movimiento, porque eso era lo que ocurría, nos empujábamos el uno al otro hacia delante, una cosa conducía a otra, de pronto me oía a mí mismo hablar de algo en lo que nunca había pensado, ¿y de dónde venía eso?
No éramos nadie, dos jóvenes estudiantes de Literatura charlando en una casa ruinosa en una pequeña ciudad en el borde del mundo, un lugar en el que jamás había sucedido nada significativo y seguramente nunca ocurriría, apenas habíamos empezado nuestras vidas y no sabíamos nada de nada, pero lo que leíamos sí era algo, trataba de las cosas más extremas, escrito por los pensadores y autores más importantes de la cultura occidental, y en realidad era un milagro que bastara con rellenar una ficha de préstamo en la biblioteca para tener acceso a lo que Platón, Safo o Aristófanes habían escrito hace mucho en la profundidad de los tiempos, u Homero, Sófocles, Ovidio, Lúculo, Lucrecio, o Dante, Vasari, Da Vinci, Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Kant, Hegel, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Lukács, Arendt, o los que lo hacían en nuestra época, Foucault, Barthes, Lévi-Strauss, Deleuze, Serres. Por no hablar de los millones de novelas, obras de teatro y poemarios que existían. A sólo una ficha y unos días de distancia. No leíamos ninguno de esos libros para reproducir su contenido, como era el caso del programa del curso de literatura, sino porque podían aportarnos algo.

Friday, February 01, 2019

Juan Carrión, profesor de inglés, por David Trueba




      Pese a que aparente lo contrario, la gran revolución pendiente tiene a la educación en su centro irradiador. La degradación del valor educativo no impide que de tanto en tanto se produzcan milagros que sacuden la formación musical en Venezuela o el instinto tecnológico en Estonia. Mientras tanto, España ha impuesto la hostelería para nuestros jóvenes como una fatalidad mitad política, mitad climática. Pero en medio de esa catástrofe se alzan titanes como Juan Carrión, que murió el pasado día 30 después de una vida dedicada a la enseñanza del inglés. Con 93 años este madrileño seguía impartiendo clase diaria en su academia abierta en Cartagena, la ciudad de su vida. Por ella han pasado alumnos durante décadas, alumnos que uno se cruza en distintas partes del mundo, y que testifican que un buen profesor no solo es el que imparte con tino su materia, sino el que te predispone la cabeza para cualquier reto que pretendas.

Una anécdota sucedida en 1966 define bien a alguien como Carrión. Enterado de que John Lennon estaba instalado en Almería para rodar una película como actor a las órdenes de Richard Lester, el profesor fue a su encuentro. Utilizaba desde años antes las canciones de los Beatles para enseñar su asignatura, aunque entonces fuera un método inusual y poco aceptado. Según Carrión, para aprender un segundo idioma era fundamental que los chicos tuvieran durante el día en su cabeza esa nueva lengua. Y tararear las canciones era algo que podía hacerse en el autobús, en la espera, antes de dormir. El problema residía en que los discos no contenían las letras de las canciones y por lo tanto, una vez que Lennon y McCartney fueron haciendo más y más complejas sus melodías y sus versos, las lagunas aumentaban.
Encontrar en persona a John Lennon y entregarle los cuadernos de los alumnos servía para dos cosas. La primera, que el autor completara las faltas de comprensión o las dudas en las letras de las canciones de discos como Revolver.La segunda, recordar a un joven músico de 26 años, que había sido un alumno pésimo y encarnaba la resistencia a la autoridad, y pese a que estaba sumido en una crisis de identidad y en pleno desgaste profesional, que su trabajo era respetado, influyente y, con toda seguridad, trascendente para el futuro de los jóvenes de los años 60. En ese encuentro, con la apariencia de un instante sin importancia, se propicia que los siguientes discos de los Beatles incluyan las letras en sus álbumes y se vuelve a consagrar la figura del profesor como alguien capaz de cambiar el mundo cada vez que arroja a la sociedad una promoción de muchachos mejor preparados, apasionados por saber, armados de curiosidad.

Fueron muchos los gestos similares de Carrión a lo largo de su vida de profesor. Acompañar a sus alumnos al examen de grado en Madrid y practicar en el parque hasta la hora de entrada, llevarse a la clase completa al hospital si algún compañero estaba ingresado por un largo periodo, proyectar para ellos en la academia después de cenar películas en su versión original en inglés, planificar viajes de verano a Londres o Estados Unidos y organizar los cuadernos de trabajo de manera tan rigurosa y táctica que casi todos ellos los guardan como un tesoro cuarenta, cincuenta años después. Y también, claro, obligarlos a cantar, a leer en voz alta, a seguir una disciplina de estudio y de vida. Como me recordaba uno de esos alumnos al pie de su cama de hospital público en Cartagena en el día anterior a su muerte irremediable, los sumergía en un íntimo estremecimiento cuando con 12 años les hacía oír y desentrañar la letra de, por ejemplo, Bridge over troubled waters de Simon & Garfunkel. Y uno piensa que eso es un profesor, que eso es la educación al fin y al cabo, ni más ni menos que un puente sobre las aguas turbulentas, una manera de salvarse.