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Wednesday, May 17, 2017

Condena, por Fernando Savater




          De Emanuel Swedenborg, al que Kant llamó “visionario”, cuenta Borges que “hablaba con los ángeles por las calles de Londres”. Aunque fue un científico notable (hizo los planos de un avión y un submarino, descubrió el funcionamiento de las glándulas endocrinas, lanzó la hipótesis de la formación nebulosa del Sistema Solar...), su verdadera especialidad fue el Mas Allá, la posvida en el Cielo y el Infierno. Explicó que al comienzo los condenados no son conscientes de su muerte y creen que continúan en su esfera cotidiana: les rodean los muebles y utensilios familiares, los paisajes conocidos. Poco a poco, van produciéndose desapariciones —la butaca favorita, el piano, una ventana, las flores del jardín...— y luego surgen en lugar de lo desvanecido formas equivocadas o amenazadoras. Por fin se dan cuenta de que no están en casa sino en el Infierno y empieza su eterna condena.

             Creo poder confirmar esta tesis de Swedenborg. Hace tiempo que las cosas de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba: sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos, crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego adquieren insipidez y amargura de ceniza.

 Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años.


Wednesday, March 15, 2017

El balcón en invierno, por Luis Landero



        “Y cuando tú llegaste a Madrid con tu habla rústica y tus trazas y tus maneras campesinas, en una de las primeras clases un profesor os habló de las siete maravillas del mundo. Empezó a enumerarlas, las pirámides de Egipto, el Coloso de Rodas, los jardines de Semíramis, y cada vez que iba a decir una nueva, tú pensabas, ahora, ahora viene la Piedra Berrocal. Aquella fue otra de tus experiencias esenciales, el descubrimiento ­ la incredulidad al principio y la lenta y penosa evidencia después ­ de que allí nadie tenía noticias de la Piedra, ni del Castillo ni de Valdeborrachos, ni de don Daniel, ni de Pereira ni de Aníbal, y ni siquiera de tu pueblo. Todo un mundo de héroes y de mitos se vino abajo en un instante”.

"Tú creías que vivías en el centro del mundo, como es de suponer que les ocurrirá a todos los niños de todos los lugares, y más en los tiempos en los que no se viajaba ni había televisión. Las cosas entonces se escribían todas con mayúsculas: el Padre, el Abuelo, el Maestro, el Libro, el Médico, el Conductor de automóviles, el Escribiente, el Cura, el Pueblo, la Rivera, el Castillo, porque todas eran únicas e incomparables. ¿Quién conducía mejor un automóvil, o entendía más de mecánica, que Pereira o Aníbal? ¿Quién cazaba mejor que mi abuelo o mi padre, que era echarse la escopeta a la cara y salir rodando la liebre o caer a plomo la perdiz? ¿Había en el mundo gente más rica que los ricos del pueblo, mejor médico que don Daniel, mejor músico que don Jacinto Pola? Nadie, imposible siquiera imaginarlo.. ¿Y Valdeborrachos, que era como se llamaba nuestra finca? ¿Podía haber en el mundo un lugar más bonito que aquel? Y eso por no hablar del castillo, de la rivera, de la hondura escalofriante de los pozos, de la fiereza y desmesura de los lobos y las culebras y las fieras corrupias que habitaban en lo bravío de nuestras sierras, y hasta del tonto del pueblo, que era sin duda el mejor tonto que pueda existir. Quizá por eso tú comprendes bien el sentimiento infantil de ciertos nacionalismos, capaces de sublimar su aldea hasta convertirla también en el centro del mundo, y sus cosas en excluyentes y absolutas”.




Monday, January 23, 2017

Pizarrín Corbachus, campeón san francisqueño



           Érase una vez un pueblo llamado San Francisco cuya única vía de comunicación con el resto de la humanidad era una carreterita de unos cuatro kilómetros. Con el paso del tiempo, la naturaleza iba venciendo al asfalto palmo a palmo. Los del pueblo no eran tan conscientes de la situación por el uso diario, pero los que iban allá de año en año lo notaban asombrados. Apenas nadie se quejaba a la administración. Claro, uno tenía pendiente una licencia de obras, otro tenía a su hijo de peón en el ayuntamiento, otro nunca criticaría a los de su partido... Y las pocas quejas eran despachadas con diligencia: el ayuntamiento decía que era problema de la Junta, la Junta mandaba la pelota al gobierno, éste te decía que era cosa de Europa y Europa te mandaba a tu ayuntamiento. Pasaban los años y la carretera seguía estrechándose. Los coches ya se veían obligados a pararse antes de cruzarse. Hasta que un día se le ocurrió a uno circular inclinado con dos ruedas en el aire. La práctica se propagó. Es verdad que seguía aumentado el número de accidentes, que los talleres se enriquecían y los neumáticos duraban dos telediarios, pero también es verdad que los sanfrancisqueños adquirieron una destreza espectacular con sus bólidos. Ya, incluso se saludaban alegremente soltando una mano del volante mientras solo dos ruedas iban por el asfalto. Corría el año 2036 y Pizarrín Corbachus, natural de San Francisco, tomaría parte en una carrera de F1. Sus adelantamientos por las estrechas calles de Mónaco, su habilidad al coger las curvas más cerradas... dejaron impresionado al público. Cuando Pizarrín llegó el primero a la meta se emocionó tanto que recordó su pueblo. Levantó el coche a dos ruedas y comenzó a dar su vuelta de honor sin percatarse de que aquellos enormes neumáticos eran muy inestables para aquel equilibrio. El coche volcó y Pizarrín permaneció un rato boca abajo. Como no se movía, se temió lo peor, pero, en realidad, Pizarrín, allí acurrucado, meditaba sobre si todo aquello que le había llevado a ser campeón realmente había merecido la pena.