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Tuesday, March 30, 2010

Antorchas en la niebla.


La esencia del mal en esa sociedad española egoísta, enemiga de los cambios, hostil con el extranjero, camorrista y desconfiada, la ha constituido siempre la ignorancia. Sólo en la Segunda República, con un maestro como ministro de Educación, se tomó en serio la escuela (se pasó de 37.500 maestros a 50.000, se les aumentó significativamente su sueldo de hambre, se hicieron más colegios que en todo el siglo anterior...), pero aquellos maestros eran más que maestros: arreglaban papeleos, daban clases nocturnas a adultos, formaban cooperativas, organizaban bibliotecas, aconsejaban a enfermos... Es fácil explicar ciencias o lengua, ser el vehículo de un libro, pero es muy complicado convertirse en un ejemplo a seguir, hacer cambiar a los demás, combatir la pasividad, enseñar a pensar, lograr que el alumno se convierta en dueño de su propio destino. Entonces llegaron aquellas alimañas que con sus pezuñas lograrían apagar la luz de los humildes. Ser madre soltera era suficiente motivo para fusilar a una maestra, señoritos de misa y pistolón cargaban en caminonetas a miles de maestros que, tras ser asesinados, eran arrojados a fosas comunes. ¿De dónde salió todo aquel exacerbado odio contra gente tan buena? Sus muertes eran necesarias para que el vil negocio de las conciencias culpables siguiera funcionando, para que siguiera habiendo muchos analfabetos fáciles de engañar, para que no existieran antorchas capaces de abrir los ojos a los humildes... Aquella guerra de exterminio había de acabar con esos que eran responsables de que algunos comenzaran a preferir entrar en una biblioteca a leer en lugar de ir a misa. ¿Niños y niñas juntos?, ¿ciencias naturales en el campo?, ¿tratar igual a todos los alumnos?, ¿obras de teatro?... ¡No! Otra vez a meter letras con sangre, a contener la alegría, a rezar a diario, a memorizar la lista de los reyes godos y las batallas más gloriosas. Y las niñas a aprender a ser dóciles, a servir al macho, a parir y a aguantar, a cumplir con el hogar...

Don José, un maestro sevillano, antes de que se lo llevaran a fusilar, se quitó su reloj, su pluma, su cartera... y pidió que se lo entregaran a sus alumnos, añadiendo: Sólo ellos merecen la pena.

De nosotros depende que toda aquella sangre derramada constituya una semilla de libertad o un pasado baldío.