A lo mejor no soy yo la
persona más apropiada para hablar de Carlos, porque nunca fui su
amigo íntimo, pero lo hago porque he sentido profundamente lo que le
ha pasado; desde el inicio de todo hasta su muerte. Lo he sentido
como si le hubiese ocurrido a un familiar. Carlos era una de esas
personas rebosantes de vida de las que uno siempre puede aprender; un
eterno adolescente poseedor de un espectacular afán por aprovechar
cada segundo de su existencia. Además, tenía el poder de ver el mundo desde un ángulo diferente; una perspectiva en la que cobraba cordura hasta la más disparatada de sus locuras.
Cuando alguien cercano
fallece, siempre nos vienen a la mente determinados momentos junto a
él. Esos momentos no los elige la conciencia de uno. Es nuestro
cerebro el que decide arbitrariamente o, quizás, basándose en unos
parámetros para nosotros desconocidos. Los tres momentos que en esta
ocasión más me vienen a la mente son estos:
Hace unos quince años
llevé a Carlos y a mí hermano a jugar a baloncesto a la
universidad. Recogí a Carlos delante de su casa. Al montarse en el
coche, como yo en aquella época tenía muchas ganas de aprender
francés, le dije: Te llevo a jugar con la condición de que me
hables todo el tiempo en francés. Aquel renacuajo, con sus
apenas once o doce años, me dejó totalmente alucinado. Se pasó
toda la ida y la vuelta del viaje hablando fluidamente en un francés
genial.
Hace unos diez años, en
unas fiestas de San Francisco, Carlos trabajó de camarero en el bar
de debajo de mi casa. El domingo por
la noche, cuando todo se hubo terminado, Canucha, el dueño del bar,
cerró las puertas y premió a los camareros con disponer libremente
de lo que había en el interior. Carlos se puso a beber de todo con
bastante ansiedad. Después de un buen rato, salió del bar mareado.
Se dirigió a mi casa. Como la puerta estaba abierta, entró, avanzó
por el pasillo y se sentó en un sillón enfrente de la televisión. Me lo puedo imaginar allí, medio zombi, sin saber muy bien qué hacía. La mezcla se le revolvió tanto que comenzó a vomitar en el centro del
salón. Después se recuperó, se levantó y se fue a su casa. Al día
siguiente mi madre limpió aquel desaguisado creyendo que el
responsable había sido uno de mis hermanos. Conocí esta historia
porque, años después, Carlos se la contó a un amigo mío con el
que compartió piso en Madrid, advirtiéndole de que no se le
ocurriera decirme nada a mí.
Hace unos ocho años,
viviendo en Madrid, un jueves por la noche decidí salir al centro a
tomar algo con mi compañero de piso, un irlandés que conocía la
ciudad mucho mejor que yo. Nos fuimos al barrio de Lavapiés. El
ambiente era demasiado solitario y bohemio. Nos metimos, ya a cierta
hora, en un oscuro bareto que desde fuera ni siquiera parecía serlo.
Nada más entrar escuché unos gritos. Era Carlos, que estaba dentro
con dos argentinos. Vino corriendo y se arrodillo a mis pies
gritando: ¡Esto es increíble!, ¡esto es increíble!, ¡dos de
San Francisco que se encuentran en Madrid!
Analizando un poco estas
historias creo que surge una palabra en cada una. Tres sustantivos que
podrían definir bien a Carlos: Inteligencia, locura y pasión. Así
que, quizás, esa elección de momentos que ha hecho mi mente no sea
tan arbitraria.
Hasta siempre, amigo.
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