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Sunday, August 15, 2010

La forja de un rebelde


Mientras escribo estas líneas, hombres civilizados arrojan bombas sobre mí intentando matarme. Me llamó Arturo Barea. El azar y el destino quisieron que naciera en Badajoz, donde estaba destinado mi padre. Su repentina muerte provocó que nos mudásemos a Madrid. Mi madre se convirtió en la criada de mis tíos. Recuerdo sus manos roídas hundiéndose en las heladas aguas del Manzanares para lavar las ropas de siete familias. Gracias a una beca pude estudiar con los curas, donde para los señoritos siempre fui el hijo de la lavandera. Las misas, las clases de religión, los rezos... dejaban algunos resquicios por donde entraban las matemáticas y poco más. Cada tarde, todos los curas se repartían el dinero de los cepillos y se lo jugaban al julepe. Viví mi infancia en el barrio de Lavapiés, cuyos ruidos y olores llevaré para siempre marcados en el cerebro. Pasaba los veranos con mis tíos de Brunete, donde en la áspera vida rural los campesinos se pasaban el día mirando al cielo, y corrían alegres a sus campos en cuanto aparecían las primeras gotas de lluvia. El usurero se iba haciendo poco a poco con las tierras de todos. Me harté de los curas y trabajé en una tienda, después entré en un banco donde realizaba un trabajo monótono por el que no empezaron a pagarme hasta pasado un año y medio. Fallecieron los tíos con los que vivíamos. La familia entera se peleó por la herencia como buitres tratando de coger un trozo del animal recién fallecido. Nos mudamos a una buhardilla donde mi madre todos los días preparaba cocido. Hice la mili en Marruecos. Pasé tres años viendo cómo muchos mandos se hacían ricos a costa del dinero destinado a sandalias, comida, mantas... para los soldados. Aunque la mayoría se acostaba con prostitutas cotidianamente, supuso un escándalo, por el que fui seriamente recriminado, que viviese con una mujer. Fui testigo de la crueldad y el ascenso meteórico de Franco. Estuve en el frente y sufrí el tifus. A la vuelta obtuve un buen puesto en una empresa de patentes. Me casé con una mujer de la que nunca estuve enamorado y tuvimos cuatro hijos. Viví en un pequeño pueblo, Novés, donde frecuentaba el casino de los trabajadores, a quienes asombraba que fuera uno de los suyos. Al estallar la guerra civil me ofrecieron el puesto de censor de la prensa extranjera. Ahí conocí a Elsa, una austriaca de ojos verdes; la mujer que había buscado siempre y ya no esperaba encontrar. Estaríamos juntos pese a causar daño a otros y a nosotros mismos. Luchamos por la República incansablemente. Por allí pasaron Hemingway, Dos Passos, el general Miaja... La inquietud de las sirenas nos iba destrozando la vida. Elsa y yo sostuvimos a duras penas la frágil burbuja de nuestra alegría. Ya no soy capaz de mirar un edificio sin pensar en cuál sería su resistencia a las bombas.