Los dos leíamos mucho,
cada uno por nuestro lado, y hablábamos de eso o lo tomábamos como
punto de partida, porque también nuestras propias experiencias se
entretejían en las conversaciones, que eran interminables, a veces
nos quedábamos hasta altas horas de la noche y continuábamos al día
siguiente por la tarde, no de un modo forzado o artificial, tanto él
como yo estábamos hambrientos, los dos teníamos el deseo de
aprender latiendo en el cuerpo, los dos sentíamos el placer del
movimiento, porque eso era lo que ocurría, nos empujábamos el uno
al otro hacia delante, una cosa conducía a otra, de pronto me oía a
mí mismo hablar de algo en lo que nunca había pensado, ¿y de dónde
venía eso?
No éramos nadie, dos
jóvenes estudiantes de Literatura charlando en una casa ruinosa en
una pequeña ciudad en el borde del mundo, un lugar en el que jamás
había sucedido nada significativo y seguramente nunca ocurriría,
apenas habíamos empezado nuestras vidas y no sabíamos nada de nada,
pero lo que leíamos sí era algo, trataba de las cosas más
extremas, escrito por los pensadores y autores más importantes de la
cultura occidental, y en realidad era un milagro que bastara con
rellenar una ficha de préstamo en la biblioteca para tener acceso a
lo que Platón, Safo o Aristófanes habían escrito hace mucho en la
profundidad de los tiempos, u Homero, Sófocles, Ovidio, Lúculo,
Lucrecio, o Dante, Vasari, Da Vinci, Montaigne, Shakespeare,
Cervantes, Kant, Hegel, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Lukács,
Arendt, o los que lo hacían en nuestra época, Foucault, Barthes,
Lévi-Strauss, Deleuze, Serres. Por no hablar de los millones de
novelas, obras de teatro y poemarios que existían. A sólo una ficha
y unos días de distancia. No leíamos ninguno de esos libros para
reproducir su contenido, como era el caso del programa del curso de
literatura, sino porque podían aportarnos algo.
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