Pese a que aparente lo contrario,
la gran revolución pendiente tiene a la educación en su centro
irradiador. La degradación del valor educativo no impide que de
tanto en tanto se produzcan milagros que sacuden la formación
musical en Venezuela o el instinto tecnológico en Estonia. Mientras
tanto, España ha impuesto la hostelería para nuestros jóvenes como
una fatalidad mitad política, mitad climática. Pero en medio de esa
catástrofe se alzan titanes como Juan Carrión, que murió el pasado
día 30 después de una vida dedicada a la enseñanza del inglés.
Con 93 años este madrileño seguía impartiendo clase diaria en su
academia abierta en Cartagena, la ciudad de su vida. Por ella han
pasado alumnos durante décadas, alumnos que uno se cruza en
distintas partes del mundo, y que testifican que un buen profesor no
solo es el que imparte con tino su materia, sino el que te predispone
la cabeza para cualquier reto que pretendas.
Una anécdota sucedida en 1966
define bien a alguien como Carrión. Enterado de que John Lennon
estaba instalado en Almería para rodar una película como actor a
las órdenes de Richard Lester, el profesor fue a su encuentro.
Utilizaba desde años antes las canciones de los Beatles para enseñar
su asignatura, aunque entonces fuera un método inusual y poco
aceptado. Según Carrión, para aprender un segundo idioma era
fundamental que los chicos tuvieran durante el día en su cabeza esa
nueva lengua. Y tararear las canciones era algo que podía hacerse en
el autobús, en la espera, antes de dormir. El problema residía en
que los discos no contenían las letras de las canciones y por lo
tanto, una vez que Lennon y McCartney fueron haciendo más y más
complejas sus melodías y sus versos, las lagunas aumentaban.
Encontrar en persona a John Lennon
y entregarle los cuadernos de los alumnos servía para dos cosas. La
primera, que el autor completara las faltas de comprensión o las
dudas en las letras de las canciones de discos como Revolver.La
segunda, recordar a un joven músico de 26 años, que había sido un
alumno pésimo y encarnaba la resistencia a la autoridad, y pese a
que estaba sumido en una crisis de identidad y en pleno desgaste
profesional, que su trabajo era respetado, influyente y, con toda
seguridad, trascendente para el futuro de los jóvenes de los años
60. En ese encuentro, con la apariencia de un instante sin
importancia, se propicia que los siguientes discos de los Beatles
incluyan las letras en sus álbumes y se vuelve a consagrar la figura
del profesor como alguien capaz de cambiar el mundo cada vez que
arroja a la sociedad una promoción de muchachos mejor preparados,
apasionados por saber, armados de curiosidad.
Fueron muchos los gestos similares
de Carrión a lo largo de su vida de profesor. Acompañar a sus
alumnos al examen de grado en Madrid y practicar en el parque hasta
la hora de entrada, llevarse a la clase completa al hospital si algún
compañero estaba ingresado por un largo periodo, proyectar para
ellos en la academia después de cenar películas en su versión
original en inglés, planificar viajes de verano a Londres o Estados
Unidos y organizar los cuadernos de trabajo de manera tan rigurosa y
táctica que casi todos ellos los guardan como un tesoro cuarenta,
cincuenta años después. Y también, claro, obligarlos a cantar, a
leer en voz alta, a seguir una disciplina de estudio y de vida. Como
me recordaba uno de esos alumnos al pie de su cama de hospital
público en Cartagena en el día anterior a su muerte irremediable,
los sumergía en un íntimo estremecimiento cuando con 12 años les
hacía oír y desentrañar la letra de, por ejemplo, Bridge over
troubled waters de Simon & Garfunkel. Y uno piensa que eso es
un profesor, que eso es la educación al fin y al cabo, ni más ni
menos que un puente sobre las aguas turbulentas, una manera de
salvarse.