De Emanuel Swedenborg, al
que Kant llamó “visionario”, cuenta Borges que “hablaba con
los ángeles por las calles de Londres”. Aunque fue un científico
notable (hizo los planos de un avión y un submarino, descubrió el
funcionamiento de las glándulas endocrinas, lanzó la hipótesis de
la formación nebulosa del Sistema Solar...), su verdadera
especialidad fue el Mas Allá, la posvida en el Cielo y el Infierno.
Explicó que al comienzo los condenados no son conscientes de su
muerte y creen que continúan en su esfera cotidiana: les rodean los
muebles y utensilios familiares, los paisajes conocidos. Poco a poco,
van produciéndose desapariciones —la butaca favorita, el piano,
una ventana, las flores del jardín...— y luego surgen en lugar de
lo desvanecido formas equivocadas o amenazadoras. Por fin se dan
cuenta de que no están en casa sino en el Infierno y empieza su
eterna condena.
Creo
poder confirmar esta tesis de Swedenborg. Hace tiempo que las cosas
de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen
presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia
hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores
que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba:
sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa
feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el
disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos
de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de
los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos,
crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego
adquieren insipidez y amargura de ceniza.
Llega el infierno y
se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es
ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años.
No comments:
Post a Comment